NO SEX IN SANTIAGO
Por: Vicky Campoamor
Hace ya casi un año que decidí practicar de manera consciente el celibato ideológico. Mis múltiples relaciones afectivas me preguntan con curiosidad e ironía qué es eso, imagino que desde la sorpresa y la fascinación por una nueva de mis locuras. Explicarlo como un acto político no es simple, y sobre todo cuando nos dirige una sociedad dominada por el sexo, en dónde las relaciones de pareja siguen esa retórica de heteronormatividad monógama obligada, con una jerarquía de afectos en cuyo summum [punto álgido] se posiciona la consumación carnal. Tampoco es fácil posicionarse desde el celibato ideológico en un contexto de feminismo blanco hegemónico que nos dicta que somos libres de hacer lo que queramos con nuestro cuerpo, con nuestra sexualidad, bajo el yugo de la nuestra supuesta libertad sexual.
Para mí es un canto a la libertad. Vivimos en un sistema en donde los cuerpos son utilizados y utilizables para el placer como si de una mercancía se tratasen, elegidos con un simple deslizamiento en una aplicación.
Confieso que me creí toda la retórica de libertad sexual sin ser consciente de mi identidad. No fue hasta que emprendí el camino de liberación e identificación como mujer negra que se me cayó la venda y empecé a analizar la realidad racista que tanto me había esforzado por ignorar. El mismo feminismo blanco que aplaude esa liberación sexual se olvida del análisis desde un marco interseccional. Entiendo que para una mujer blanca es necesario, conforma todo un acto de revolución política: es un auténtico logro poder romper con toda la tradición histórica de ser considerada la muñequita, la sumisa, la virginal, la angelical. Lo comprendo y lo aplaudo. Pero he de cuestionarme: ¿Qué ocurre con las mujeres negras?
Como bien expone Bell Hooks en su libro “¿Y acaso no soy yo una mujer?”, la historia de la mujer negra desde la esclavización se construye en un marco muy diferente que ha dejado huella en la actualidad. Y no sólo en EEUU. No nos olvidemos de que España fue el último país en abolir la esclavitud. En el imaginario erigido a base de sangre y violaciones seculares, las mujeres negras somos calientes, estamos hipersexualizadas y servimos sobre todo para satisfacer los deseos sexuales de los hombres blancos. Esos anhelos sexuales innombrables que no eran apropiados para sus mujeres blancas virginales y angelicales. Durante demasiados siglos hemos sido cuerpos violentados sin consecuencia alguna. Hemos sido consideradas animales sin alma, salvajes, bárbaras. Ese imaginario colectivo de mujer promiscua sigue siendo una constante, incluso aunque no se confiese de manera explícita.
Yo digo que basta ya. Suficiente. Nuestras ancestras no estaban cachondas todo el día, fueron violadas de manera sistemática. Al comenzar el trabajo de deconstrucción desde el activismo antirracista y decolonial es muy doloroso ser consciente de que si eres una mujer negra procedente de Abya Yala es muy probable que en tu genealogía encuentres múltiples personas engendradas desde el abuso sexual. No podemos llegar a la actualidad sin comprender nuestro pasado.
Hoy en día mi cuerpo negro es para muchos hombres blancos una invitación abierta a sus deseos más reprimidos. Aquellos a los que a sus mujeres blancas no podrían pedirle porque ellas sí han de ser respetadas y tratadas desde el amor. Mi cuerpo para ellos es un divertimento, incluso un acto de caridad pasajero. No es más que una afirmación de que son liberales, un divertimento hasta que encuentren a su amor verdadero blanco.
Al explicarle esto a una amiga blanca me preguntó si tendría algo que ver con cómo me relacionaba yo con los hombres, con cómo utilizaba las aplicaciones de citas, con cómo me insinuaba. Un ejemplo más de cómo revictimizarnos mediante la negación de las identidades, incluso desde la ingenuidad y el más sincero afecto. A ella y a otrxs muchxs les respondo que no. No tiene nada que ver conmigo como individuo. La causa está tan arraigada en el subconsciente colectivo que resulta que mi piel marrón en sus cabezas no es más que una enorme luz verde para la depravación más arraigada en su instinto animal machirulo.
La primera vez que un hombre blanco me marcó con este ideario tenía 12 años. Estaba en la calle principal de mi pueblo (un pueblo gallego como cualquier otro) y un señor mayor me propuso matrimonio. Yo estaba esperando a que mi madre terminara un recado a plena luz del día y ese anciano creyó que era buena idea decirle a una niña que no se preocupara, que podría continuar con mis estudios en el instituto si aceptaba su proposición.
Como mujer negra he de ser consciente de cómo es percibida mi identidad. He conocido a hombres blancos que me han tratado bien, incluso he tenido relaciones duraderas con alguno. Pero al final, la sensación de ser desechable continúa.
No creo que mi celibato ideológico sea la solución. Entiendo las relaciones desde la sexualidad saludable, consensuada y en igualdad. Mi celibato es una llamada de atención, un recuerdo de que las identidades siguen estando presentes. Es sólo el comienzo de un proceso de deconstrucción que me abre otros derroteros [caminos]. Es la punta del iceberg de un sistema relacional basado en una monogamia heteronormativa obligada, en un capitalismo afectivo feroz y en mucho racismo implícito y explícito.
Mi celibato ideológico es un acto político porque me niego a seguir la senda marcada por mi color y género. Me niego a seguir con la heteronormatividad impuesta por un sistema que intenta ahogar cualquier tipo de disidencia.